jueves, 26 de septiembre de 2013

Ejemplos del Servicio de la Hueste Angélica

“Cuando se me envió a Sumatra por primera vez, en el año 1856, fui el primer misionero europeo que se introdujo entre los fieros Battaks, aunque veinte años antes, dos misioneros americanos habían llegado a ellos con el evangelio; pero los habían asesinado y devorado. Desde entonces no se había hecho ningún esfuerzo por llevar el evangelio a estas gentes.
           Los dos primeros años que pasé entre los Battaks, al principio solo, y después con mi esposa, fueron tan duros que todavía me hace estremecerme el recordarlos. A menudo daba la impresión de que no sólo estábamos rodeados por hombres hostiles, sino también por siniestros poderes de la oscuridad; pues a menudo nos sobrecogía un temor inexplicable, de modo que nos teníamos que levantar durante la noche y arrodillarnos para rezar, o leer la Palabra de Dios, para encontrar alivio.
    Tras haber vivido en este lugar durante dos años, nos mudamos a una zona del interior con otra tribu que nos recibió con más amabilidad. Allí construimos una casita con tres habitaciones, y la vida se volvió un poco más alegre y fácil para nosotros.
   Cuando llevaba algunos meses en este nuevo lugar, vino a visitarme un hombre del anterior distrito. Yo estaba sentado en el banco delante de nuestra casa, y él se sentó a mi lado, y durante un rato habló de esto y lo otro. Finalmente me dijo: “bueno, tuan (maestro) tengo otra petición”. “¿Y cuál es?”. “Me gustaría echar un vistazo a tus vigilantes”. “¿A qué vigilantes te refieres? No tengo ninguno” “Me refiero a los vigilantes que situabas alrededor de tu casa por las noches para protegerte”. “Pero yo no tengo vigilantes”, dije de nuevo; “sólo tengo un chico pastor y una joven cocinera, y servirían bien poco como vigilantes” Entonces el hombre me miró con incredulidad, como diciendo “oh, no trates de hacerme creer lo contrario, pues lo sé bien”. Después preguntó: “¿Puedo registrar tu casa, para ver si están escondidos allí?”. “Sí, por supuesto”, dije riendo. Así que entró y buscó en cada esquina, incluso bajo las camas, y salió muy decepcionado. Entonces yo inicié también una pequeña investigación pidiéndole que me dijera las circunstancias relacionadas con esos vigilantes de los que me hablaba, y esto es lo que me contó:
        “Cuando viniste a nosotros por primera vez, tuan, estábamos muy enfadados contigo. No queríamos que vivieras entre nosotros; no confiábamos en ti, y creíamos que tenías algún plan contra nosotros. Así que nos reunimos, y decidimos matarte a ti y a tu mujer. Así que fuimos a tu casa noche tras noche; pero cuando nos acercábamos siempre había alrededor de la casa una doble fila de vigilantes con brillantes armas, y no nos atrevíamos a atacarlos para entrar en tu casa. Como no queríamos abandonar nuestro plan, fuimos a ver a un asesino profesional (había entre los Battaks en ese entonces una casta especial de asesinos, que mataban por dinero a cualquiera al que se deseara hacer desaparecer). Él se rio de nuestra cobardía, y nos dijo “No temo ni a dios, ni a demonio. Pasaré fácilmente entre esos vigilantes”. Así que fuimos todos juntos por la noche y el asesino, con su arma sobre la cabeza, fue valientemente delante de nosotros. Cuando estuvimos cerca de tu casa, nos quedamos atrás y lo dejamos ir solo. Pero al poco tiempo regresó corriendo y nos dijo: “no, no me atrevo a ir solo; dos filas de hombres grandes y fuertes están ahí, muy juntos, hombro con hombro, y sus armas brillan como el fuego” Entonces desistimos de matarte. Ahora dime, tuan, ¿quiénes son esos vigilantes? ¿Nunca los has visto?” “No, nunca los he visto” “¿Y tu mujer tampoco?” “No, tampoco ella” “Pero todos nosotros sí los hemos visto, ¿cómo es eso?” 
    Entonces entré en la casa y traje la Biblia, y le dije: “Mira, este libro es la Palabra de de Dios, en el que promete cuidarnos y protegernos, y nosotros creemos firmemente en esa Palabra; por eso no necesitamos ver a los vigilantes; pero vosotros no creéis, así que el Buen Dios tiene que mostraros a los vigilantes, para que aprendáis a creer”.

Este relato se conserva en los registros de las misiones pioneras en las Indias Orientales. El incidente ocurrió en la vida de Von Asselt, un misionero renano, en Sumatra desde 1856 a 1876, y fue relatado por él mismo durante una visita a Lübeck. Extraído y traducido del libro “The Hand that Intervenes”, de William Spicer.